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Escrito por: Tomás Mersán

El invulnerable Imperio Romano y el caso Odebrecht

 

Durante el siglo II d.C., Roma se encontraba en su auge imperial. El éxito en sus estrategias militares, la fortaleza de sus instituciones, la expansión de sus dominios, la inventiva de sus ingenieros, la agudeza de sus pensadores, además de su influyente cultura, hacían de Roma una civilización implacable. Ni el más pesimista oráculo de la época hubiera vaticinado la posible caída del Imperio. Ante tales circunstancias, entonces, podría uno preguntarse… ¿qué fue lo que lo llevó al fracaso?

 

Al buscar una explicación al derrumbe del Imperio Romano de Occidente en el año 476 d.C., los historiadores mencionan, esencialmente, las siguientes causas: las invasiones bárbaras, la división del Imperio en Oriente y Occidente, el debilitamiento de las fuerzas militares, el déficit en la hacienda pública, y también se hace especial hincapié a la endémica corrupción que agobiaba a la gran estructura gubernamental. La corrupción se encontraba, principalmente, en manos de altos funcionarios públicos y emperadores, quienes, a costa del pueblo, ejercían tráfico de influencias y desvíos de riquezas. Este corrosivo síntoma sufrido por los romanos fue deteriorando poco a poco el ímpetu con el que Roma, en algún momento de su historia, llegó a gobernar gran parte del territorio mundial.

 

Hace algunos meses, en Latinoamérica y el resto del mundo, fuimos testigos de un temblor alarmante y aterrador, que sigue emitiendo réplicas incesantes; un sismo que sacudió al mundo: “el caso Odebrecht”. Tal como ocurría en Roma, este caso desenterró y expuso a la vista de todos, un esquema de corrupción de agentes públicos y empresarios, coludidos entre sí para intereses propios, en perjuicio de terceros.

 

En diciembre de 2016, el Departamento de Justicia de Estados Unidos publicó una investigación sobre la empresa constructora brasilera Odebrecht, acusada de pagar coimas y sobornos a altos funcionarios públicos de 12 gobiernos (entre ellos Angola, Argentina, Colombia, Ecuador, Estados Unidos, Guatemala, México, Mozambique, Panamá, Perú, República Dominicana, y Venezuela), para obtención de beneficios en contrataciones públicas, durante los últimos 20 años. Se estima que la cifra de pagos ilegales podría llegar a la sideral suma de US$ 3.000.000.000.

 

A gran escala, el caso Odebrecht también forma parte de la conocida operación “Lava Jato”, iniciada por Policía Federal de Brasil en el año 2014, con el propósito de investigar esquemas delictivos de lavado de activos, corrupción y tráfico de influencias, cuyo protagonista es el hoy conocido juez federal Sergio Moro. Como consecuencia de este operativo se han abierto ya cerca de 1.200 procesos legales, y a la fecha cerca de 160 personas se encuentran en prisión. Entre los procesados se encuentran el empresario Marcelo Odebrecht y el ex presidente Luiz Inácio “Lula” Da Silva.

 

Gary Becker, Bruce Benson y los incentivos a la corrupción

 

Cuando hablamos de esquemas de corrupción a gran escala, necesariamente debemos dirigirnos al fondo esencial de la cuestión, y cuestionarnos lo siguiente: ¿qué lleva a una persona a ejercer una conducta corrupta?

 

El profesor Bruce Benson, de la Universidad de Florida, aplicó la teoría económica del crimen expuesta por el premio Nobel de Economía del año 1992, Gary Becker, para tratar de explicar cuáles son las motivaciones del ser humano, que lo impulsan a cometer actos de corrupción. Dentro del esquema de Becker, Benson esbozó el listado de los incentivos a la corrupción: 1) los beneficios que el funcionario espera obtener (sobornos) en comparación a las alternativas a su alcance, 2) la probabilidad de ser descubierto y sancionado, y 3) la severidad de la sanción o castigo.

 

En cuanto a los sobornos, Benson entiende que el funcionario compara los ingresos potenciales por corrupción con los ingresos derivados de la actividad lícita exclusiva. Éstos usualmente son muy bajos. Además, los agentes no obtienen beneficios “extra” cuando se abstienen de aceptar sobornos y se concentran en mejorar la eficacia en la vigilancia y el cumplimiento de la ley. En este contexto, la posibilidad de obtener sobornos es una alternativa tentadora. Claro está, no debemos olvidar que dentro de la ecuación también se debe agregar la voluntad del “comprador”, generalmente del sector privado, de pagar por una concesión ilegal de derechos, ya que sin ella no habría negocio.

 

La magnitud de los sobornos es variable. Cuando el poder discrecional de conferir derechos en un sistema judicial se concentra en las manos de pocos funcionarios, los sobornos pueden alcanzar grandes sumas de dinero. Es lo que ocurre con los jueces y fiscales, ordinariamente. Otro factor importante a tener presente es que cuanto más grande sea la distorsión que en el mercado provoque la aplicación de nuevas leyes, también mayores serán los potenciales sobornos. Es decir, cuanto más compleja y burocrática sea la aplicación de una nueva ley, los incentivos de los funcionarios para corromperse serán más atractivos.

 

Respecto de la probabilidad de ser descubierto, ocurre lo siguiente. Si hay grandes probabilidades de que se detecten las concesiones ilegales de derechos y de que se identifique y acuse al funcionario corrupto, entonces, lógicamente, es menos probable que el funcionario se corrompa. Esto va directamente relacionado con la impunidad del sistema. El problema con la vigilancia de los funcionarios es un problema de costos. Para la Administración resulta sumamente costoso invertir tiempo y trabajo para poder identificar a funcionarios corruptos. Nuevamente, pues, se trata de una cuestión de asignación de recursos e incentivos económicos.

 

Por último, la severidad de las penas. El castigo funciona en el comportamiento humano como –de alguna manera– lo hacen los precios. Cuanto más caro el precio de un producto, menos probabilidades de que sea comprado. Por ende, cuanto más severa la pena, menos probabilidades de que se cometa el delito. Ahora bien, la severidad del castigo es un subjetiva. Ocurre que mientras para un funcionario de alto rango el escándalo público y la pérdida del puesto sí podrían ser penas severas, para un funcionario de bajo o mediano rango con alternativas profesionales, en cambio, no. Naturalmente, en este factor también influye el posible castigo penal, ante una eventual condena.

 

Paraguay: política, justicia, corrupción e impunidad

 

De acuerdo al “Índice de Percepción de la Corrupción” publicado en el reporte 2016 por la ONG alemana Transparencia Internacional, Paraguay ocupa el puesto 123 en el ránking… de un total de 176 estados. Compartiendo el lugar 123 con Paraguay, en el club se encuentran: Azerbaiyán, Djibuti, Honduras, Laos, México, Moldavia y Sierra Leona.

 

Según una encuesta elaborada por el mismo organismo en América Latina y el Caribe, divulgado el 9 de octubre de 2017, siete de cada diez paraguayos consideran que los políticos son los más corruptos, seguidos por policías, jueces y funcionarios del gobierno.

 

Ante estas angustiosas cifras, no debemos estar sorprendidos con la filtración de los audios recientemente expuestos a la ciudadanía, que desenmascaran uno de los escándalos más grandes de corrupción de nuestra era democrática, y que prueban y confirman la percepción de los encuestados. Vivimos bajo el manto de un repudiable sistema judicial corrompido por influencias políticas y sobornos, que pone en riesgo las mismas bases de nuestro Estado de Derecho.

 

Repasando algunos hitos de nuestra historia como nación, debemos reconocer que la caída de la dictadura en el año 1989 trajo consigo una nueva –prometedora– etapa: la democracia. Sin embargo, cedió también a una –inesperada– consecuencia: la democratización de la corrupción. Luego de la caída del régimen autoritario, la corrupción se volvió viral y se expandió, probablemente, a casi todos los niveles, organismos, y clases sociales. Sin discriminación, desde pobres hasta ricos; desde trámites simples hasta licitaciones complejas; desde juicios de menor cuantía hasta millonarios litigios.

 

El “caso González Daher”, sin lugar a dudas, marca un punto de inflexión en nuestra historia como país democrático. Es el momento exacto para identificar cuáles son las deficiencias de nuestras instituciones, que son las que incentivan a los agentes, sean políticos, jueces, fiscales, o funcionarios de menor rango, a corromperse. Es el momento justo para fortalecer nuestro sistema judicial, político, social y, por ende, económico. Es el momento de revertir la tendencia, para lograr que los sobornos sean menos atractivos que el obrar honestamente; para lograr invertir en recursos que conlleven a que la probabilidad de ser descubierto y sancionado sea amenazadoramente alta; para lograr que la severidad de las penas produzca un efecto disuasorio en las conductas corruptas.

 

Para que el creciente desarrollo económico que está viviendo el Paraguay sea sustentable, debe ir indefectiblemente acompañado de instituciones sólidas y transparentes, y de un cambio estructural en el sistema judicial que impida la injerencia política, para que el rol de los jueces sea verdaderamente independiente y garantice la seguridad jurídica del país.

 

En este desolador escenario que vivimos actualmente, pero que a su vez tiene un atisbo de ilusión y expectativa, no está de más recordar las palabras del insigne compatriota Augusto Roa Bastos: “El poder de infección de la corrupción es más letal que el de las pestes”. Al final del día, como paraguayos tenemos el deber de aprender de la experiencia de la historia, de la experiencia de nuestros hermanos latinoamericanos, y el de entender que la corrupción es tan poderosa y nociva, que es capaz de derrocar grandes gobiernos y civilizaciones, como en algún momento lo fue el “invencible” Imperio Romano.

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